LOCURA, un relato.

Escrito hará ya más de quince años, en mi primer año universitario si no recuerdo mal, me sigue gustando. Me recuerda a noches de fin de semana con alguna copa de más y algo menos de vergüenza, aferrado a mi cuaderno negro, como siempre.

LOCURA

I.

Las noches en la prisión mental pueden ser eternas, y cuando estás atado al camastro y un gigante de blanco te hiere con un látigo, se vuelven insoportables. Tampoco me gusta la cara de complacencia del director, allí sentado en una esquina, mientras me castigan.

Finalmente se oye cantar a un gallo en la lejanía y el gigante suelta el látigo, apaga con los dedos deformes la única vela encendida y ambos, jefe y siervo, se van a dormir el día.

Somos treinta presos mentales en estas paredes y cada noche le toca a uno distinto. Los gritos ya son algo cotidiano y asumido.

“Buenas noches”, me dijo el maldito director al irse. Buenas noches. ¡Buenas noches, maldita sea!, y entonces es cuando llegan los fantasmas.

Cada día los fantasmas nos ordenan en fila, atándonos con un cordel por la cintura. Nos conducen hasta las duchas y luego nos dan para desayunar gusanos asados. Yo tengo la suerte de haber perdido el gusto para siempre. Otros, acaban acostumbrándose; pero hay algunos que nunca llegarán a hacerlo, y luego tienen que limpiar ellos mismos sus propios vómitos con una fregona.

II.

Me gusta mirar a la cara a los fantasmas. Me divierte mirar sus rostros, todos ellos traslúcidos como sus cuerpos y sus ropas, insensibles, inexpresivos. Me recuerdan a unas estatuas que se pueden romper en mil pequeños pedazos. Hay noches que sueño que tengo un martillo y que voy dando sonoras campanadas entre todos ellos y sus restos caen como música tintineante desperdigados por el suelo, hasta que me quedo solo en un enorme vacío.

III.

El patio puede serlo todo menos un patio y cada día paseamos sobre un terreno encharcado, pisando musgo resbaladizo y millones de ramitas que se parten por nuestro peso y nadie limpia aquello nunca.

En los días grises de otoño, el patio se asemeja a un bosque hechizado, como nos sentimos todos aquí dentro, atrapados por un encantamiento que no nos deja salir. Esos días los árboles desnudos de hojas extienden sus raquíticos brazos tapando el cielo con una enorme cúpula de madera, arañándonos las cabezas y las mejillas con sus puntiagudas uñas, y finalmente, para darle el efecto definitivo, el humo de la chimenea torcida de la cocina se posa como niebla fría y húmeda a ras de suelo en las últimas horas de la tarde, para que la noche sea sólo niebla y nada más.

Aquella tarde quise tentar a la suerte y gané: nadie vio cómo cogía dos ramitas del suelo y me las guardaba dentro de la bata, enganchadas entre la ropa, clavándose en mi piel. Cuando pasé al lado de un fantasma y vi que no se había dado cuenta de nada, me entraron ganas de reír y las contorsiones le hicieron creer que estaba enfermo por la comida. Cuando quiso cogerme, le empujé y se rompió en un puñado de piedrecitas al chocar contra la pared.

IV.

Los antiguos eran muy sabios y aprendieron a hacer fuego frotando fuertemente una ramita contra otra. Yo soy tan sabio que he aprendido que, también de ese modo, puedo encender la vela de mi celda. De hecho, lo descubrí aquella noche, y mientras se oían los ya comunes gritos de dolor en otra celda lejana, mis paredes se llenaron de versos desaforados grabados con las uñas en la cal a la tenue luz de la cera ardiendo.

V.

Nadie puede compartir mis pesadillas, mas sí que quisieron robármelas. Recuerdo que el gigantón se quedó boquiabierto cuando entró en mi estancia y vio los grabados, tras lo que se fue inmediatamente a llamar al director, que se volvió loco de ira. Recuerdo que, mientras me ponían la camisa ésa de las mangas tan largas que se atan en mi espalda, uno de los fantasmas sacó varias fotos de mi obra y otro copió la magia en un cuaderno. “¡Me voy a hacer famoso!”, pensé entonces, pero nadie ha venido todavía a pagarme por mis derechos de autor.

VI.

Esa mañana me llevaron a un despacho muy lujoso lleno de libros que rellenaban estanterías, y un hombrecillo calvo y ridículo bien trajeado con una chaqueta italiana quiso “hurgar en tu mente para poder curarte”, dijo textualmente, pero se veía claramente que él necesitaba más ayuda que yo: “Guarde usted esa revista antes de que se la vea alguien más”, le dije señalando unas páginas en el suelo, al lado de una pata del escritorio, con cientos de niñitos desnudos.

No consiguió sacarme nada. Cerré mi cabeza con todos los candados que pude encontrar en mis bolsillos y él sólo pudo dar vueltas planeando amenazante en el aire.

VII.

Por la noche dormí en otra habitación, mucho más fría y sin luces que me guiasen hacia los buenos sueños en las estrellas, y cuando al día siguiente me devolvieron a la mía, descubrí que habían destruido mi obra. Lloré y grité de rabia como nunca antes había hecho, y creo que por eso me añadieron dos años más de penitencia. Grité, di saltos hasta golpearme la cabeza con el techo y volteé la cama por completo. Grité y exploté hasta que el gigantón me agarró por la espalda y un fantasma me drogó con un líquido soporífero.

VIII.

Desde que estoy aquí nunca he tenido contacto directo con ningún otro residente. Ésos sí que están enfermos, y además parecen demasiado estúpidos. Hay algunos que podrían ser confundidos incluso con los fantasmas, pero éstos son mucho más transparentes. Sólo sé de un vecino al que el gigante llama “Animal” y que tiene por dogma el comerse las liendres de la cabeza porque dice que son “hijas de Dios” y quiere conocer el sabor de lo divino. Si todos son como él, prefiero no llegar a conocerlos nunca, aunque eso conlleve mi muerte.

IX.

¿Me oyes? ¿Me escuchas? Menos mal. Creía que también me habían quitado vuestros saludables oídos como me han quitado la vida.

Estoy empeñado en reconstruir mi obra, al precio que sea, aunque ellos vengan cada día y deshagan lo hecho; pero sé que un día no podrán, no se atreverán a tocarla. Sin embargo, anoche lo hicieron, anoche vino el gigantón y me ató las manos con las que escribía, y escribir es mi vida, por lo que también me ató la vida a la espalda, que se muriese con el tiempo, que se secase y se pudriese en este sueño maldito que me atrapa.

Cuando pierdo el sentido del tiempo y toda orientación, empiezo a divagar. Veo bosques frondosos con tenues luces apagadas al final de ellos. ¿Ves? Ya estoy divagando. Y en estos bosques nacen los hijos de la poesía. ¿Puedes tocar la luna en una noche estrellada? Yo sí. Yo sí que puedo. Sólo tengo que andar hasta el estanque de la mente y acercar los dedos al reflejo gemelo en el líquido. ¿Sabías que el reflejo tiene la misma sustancia material rodeada de éter que su dueña en el aire, allí entre las nubes? Tocar la luna te vuelve más joven en la cabeza, aunque más viejo en el cuerpo. Pero… ¿quién más sabe nadar en su atmósfera olvidada?

X.

El director se parece cada día más al diablo: le están saliendo unos cuernos muy largos en la cabeza y él no parece darse cuenta. Joder, esto es mi mente, así que, ¿por qué no puedo escapar de aquí?

XI.

Visitas. Malditas babosas embusteras e hipócritas: “Hola, ¿qué tal? ¿Estás mejor? Seguro que pronto te pones del todo bien. Te echamos de menos”, y por dentro: ”¡Qué asco de hombre. Eso, eso, un esfuerzo que ya no le volveremos a ver hasta el año que viene. Ojalá se muera antes”.

Míralos, ahí están, ¿no los ves?, todos pintarrajeados con coloretes y con gafas de sol para que no descubramos su verdadero aspecto de ratas.

Mira a los demás enfermos, engañados completamente. Pobres bobos. ¿Les compadezco? ¡Bah!, son demasiado estúpidos para merecerlo. Están sometidos al poder de la mente Malvada y ya no tienen nada que hacer.

Menos mal que yo nunca recibo visitas.

XII.

Se batalló. De verdad que se batalló. Todos se dejaron tomar por detrás menos yo, que, letalmente armado con un alfiler de la costurera, le atravesé el capullo al capullo del gigantón cuando vino a por mí.

Ahora estoy como crucificado en esta sala especial que han acondicionado para mí solito. De vez en cuando los fantasmas, cuando están aburridos, vienen a jugar a los dardos conmigo.

XIII.

He descubierto mi gran poder oculto. La mente lo puede todo, y por eso cuando me concentro mucho puedo hacer que los fantasmas estallen aquí y allá. Ahora hay aire con olor a sangre por todos lados. Mi tiempo de arresto se ha acabado, y puedo volver a hacer arte mágico en las paredes y nadie viene a quitármelo porque todos me tienen miedo. Todos me tienen miedo, creo que se me olvidó decirlo.

XIV.

¡Dios, ayer se murieron todos menos yo! Unos tíos con uniforme y gorra azul han declarado que la cocinera los envenenó a todos indiscriminadamente. Nunca antes la habían molestado, hasta la semana pasada, cuando lo de la violación múltiple. El director dejó que todos los fantasmas la tomasen, y luego, todos los enfermos-presos-tontos. Les dijo que era una buena zorra, que le gustaba el sexo con más de uno a la vez, pero se pasó en número y algunos se pasaron de listos: nunca te corras en el pelo de una mujer, no les gusta nada.

Creo que yo estaba en mi condena particular cuando sucedió, ¡y ayer estaba recogiendo mi orina cuando todos se pusieron a morir! Recuerdo que el gigantón me dijo: “No comerás hasta que limpies esta mierda”. Le tiraré unas flores a su infierno por salvarme la vida.

XV.

Bla bla bla. Odio a los nuevos burócratas que han llegado a la Mente. Tampoco me dejan crear estrellas, y así me convierto en un tonto. Odio a los nuevos fantasmas: parecen tan normalitos… Como primer y único, y por ello raro, apunte positivo desde que estoy aquí, he de decir que les ha dado por podar los árboles del jardín. Ya era hora, al menos ahora puedo ver el sol.

Comment (1)
DaleAlCoco
16 noviembre, 2010

Joder si esto lo escribiste con q edad con 18-19???? Chapó!!! Hay un trozo q me ha encantao. ¿Cuál será? A ver si adivinas cúal es…

A esto me refería sigue así «deforme» 😛

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